lunes, mayo 26, 2008

Flores de mayo. Quito. El Padre Cepillo.

Anoche no podía conciliar el sueño. Los recuerdos revoloteaban por mi cabeza, que parecía una playa en la que las olas rompían con violencia en las grandes rocas y miles de gaviotas hacían un chillido atronador en medio del silencio de la noche. Y entre todos aquéllos recuerdos aparecía el momento olvidado en el que un coro comenzaba a entonar una canción al finalizar cada una de las letanías del rosario.

Niñas vamos, a María...
A pedirle su favor
A esa Madre querida
Ofrezcamos con amor...

Cuando comenzaba este canto era hora de levantarnos. Muchas niñas vestidas de blanco. E ir a tomar una flor de las que se acumulaban en la parte de atrás de la iglesia. Ibamos a "ofrecer". Cada quien llevaba una flor. Pero allí se revolvían. Y una tomaba la que le tocaba. Todas querían las rosas. Pero muchas tenían que conformarse con una rama de laurel. Recuerdo el olor. Los pétalos caían entre las prisas de las niñas por formarse y comenzar a avanzar por entre las bancas hacia el altar, rodeando las bancas centrales hasta regresar a la parte de atrás. Hace muchísimos años que no presencio este ritual. Me imagino que sigue igual. Por lo menos estoy segura que por allí andan "Mariíta" y "Carmelita", dos pilares de la Iglesia de Huásabas, con su padre Concho, sus cuatro coros, sus celadoras, su misa y rosario diario y la observación puntual de todas y cada una de las festividades religiosas.

Inmersa en el recuerdo de las flores y el altar de la virgen me aturde un nuevo graznido. Es Quito, el "inocente" que solía recorrer el pueblo con un instrumento musical sui géneris: Un bote de manteca (de esos de alumnio cuadrados) y una armónica. Con eso le bastaba para tocar un par de melodías que siempre sonaban más o menos igual, pero que tenían ritmo y cierta cadencia. Luego pedía la retribución por el despliegue de sus dotes artísticas. Lo común era pagarle con un lápiz, un color o una pluma. Cuentan en el pueblo que una vez que le picó un animal, Quito, que no hablaba muy bien, logró que la gente identificara lo que había pasado porque decía: ANIMAL, COLA! Con eso supieron que le había picado un alacrán. QEPD Quito.

Las partículas de agua de esta ola se dispersan en la roca, volviéndose espuma y ensueño, y llega otra ola, siempre llega otra. El recuerdo del "padre cepillo", que me impartió la sagrada comunión, que usaba una larga sotana y, según cuentan, interrumpía los sermones para hacer publicidad de sus negocios. Por ejemplo, si estaba hablando de las puertas del cielo se interrumpia para decir A PROPOSITO TRAJE MUY BUENA PUERTA de fulano pueblo, y así. Formó un conjunto musical al que llamaba "Los Estafiates", por amargos. Eso es lo que dicen. Yo lo recuerdo con su rostro amable, sentado fuera de que "La Consuelo" o en la Casa Cural. Cuenta BLANCA DURÁN que en una ocasión fue a buscarlo un señor, y el padre desde adentro preguntó: "ENRIQUE?" El señor contestó "NO, PEDRO", y el padre exclamó "AHHH DA LO MISMO EL MORRO QUE LA PANOCHA....!!" con lo que quiso decir que los dos se parecían mucho. QEPD el "Padre Cepillo".

Luego escucho las Campanas. Las campanas que repican. Las campanas que doblan. Las campanas que doblan, en la iglesia del pueblo, es uno de los sonidos más tristes que he escuchado en mi vida. Serenas, dan la hora. Serenas llaman al rosario. Se mecen al viento allá, en el cielo azul, sobre los tejados y las palomas, centenarias, indiferentes al vaivén de los que, allá abajo, viven aún.

jueves, mayo 22, 2008

"Tengo malos ratos, pero no malos gustos",
Refrán que solía decir mi abuela, que hacía las tortillas untadas como nadie. Le gustaba el perfume "Aires del Tiempo", de Guerlain, y su rosario de perlas, que siempre se ponía en ocasiones especiales. Tenía un aire de diva. Le gustaba oler bonito y comer en platos buenos. Nada de desechables. Nos cuidó y nos atendió hasta que ya no podía. Hasta que sólo tras grandes esfuerzos podía ir a la cocina con ayuda de una andadera y despacito, pero eficientemente, picar calabacitas, tomate y cebolla para hacer calabacitas con queso. Era la supervisora, la jefa, la que mandaba, la que estaba en todo. El día de su cumpleaños recibía más llamadas telefónicas y buenos deseos. Era toda una gran señora, mi abuela. Recia, dura, curtida, pero también porosa y dúctil. Los últimos días las lágrimas brotaban fácilmente. La risa también. En sus mejillas como manzanas se dibujaban sus más de ochenta años de existencia. Sus cejas hablaban. Su cabello olía a tiempo y a shampoo. Sus orejas llevaban, como siempre, las arracadas de oro que mi mamá le regaló. Frente a su cama tenía en un retrato grande la fotografía de su mama, enmarcado por instantáneas de todos sus nietos. La Flor y la Yolanda. Sebastián y Max. Julio Oswaldo, Angelita. Yo. Monchito. Daniel y Azahel. Germán. Creo que los únicos que faltaban eran mis hermanos. Pero es que siempre estábamos allí. Para vernos no hacía falta la foto. "La Ramona", como le decía Julián, se desvivía por Azahel y Daniel. Y por Jorge. Y por Germán. Y por mí. Por todos. "Háblale a la Flor". "Háblale a Cherman". "¿Por qué no ha llegado Jorge?". Vivía preocupada por nosotros. Por la Yolita, por la Gili, por el Monchi, por la Coyo. Percibía en cada uno de nosotros las más sutil sombra de preocupación. Cuando mi relación de más de ocho años (9. 10?) terminó, un par de días antes de mi cumpleaños, mi abuela, además de insultarlo una vez con los labios y quien sabe cuántas con el corazón, mientras sentada en el porche, yo miraba fijamente el celular esperando una llamada, me entregó, envuelta en papel de regalo y con moño, la colchita de cuadros que me había tejido cuando yo nací. Está hecha de cuadrados de tela de diferentes estampados, con diversos colores entre los que destacan el rosa y el rojo. Era su modo de decirme cuánto me quería y que me diera cuenta que había estado allí cuando nací. Estaría allí ahora. Ahora que tenía la mirada perdida y había perdido las ganas de vivir. Esa colcha la conservo con mi vida. Y a mi abuela la llevo en el corazón a cada paso. Mi querida, mi muy querida abuelita. Mi abuela del café colado con galletas marías y el chile verde tatemado y las tortillas untadas y las tortas de huevo y las mejores enchiladas de la historia y los taquitos dorados de concurso. Mi abuela de las novenas y las visitas al cementerio viejo, mi abuela de las largas tardes de verano. Mi abuela de las confesiones y los desengaños. Mi abuela de la mano de hierro y los dedos de ternura. Mi abuela y su corazón de oro. Mi abuela y su felicidad y su tristeza y su risa y su llanto y su entereza. Mi abuela sola. No está en una tumba fría. Está en mi corazón.

jueves, mayo 08, 2008

El fin de semana que acaba de pasar tuve oportunidad de ir a mi querido pueblo. Es todo un ritual. Esta vez fue con mi novio, y allá vamos en un Neon verde con la pintura un poco quemada, rines y llantas Toyo y un supuesto respirador en el cofre que en realidad es sólo un adorno adquirido en el Autozone. Primer parada, la terminal, donde dejamos a su mamá que iba a Nogales. Segunda parada, un cajero Bancomer. Tercer parada, dos cafés frapé grandes sabor caramelo sin crema batida porque no había en el drive thru del D´Volada. Ahora sí. Por el Bulevar Kino a toda velocidad con rumbo a Huásabas. Debían ser como las 6:00 de la tarde de una salida que estaba programada para las 4:00 PM con el fin de manejar de día y evitar las consabidas CURVAS de Moctezuma de noche. Le tenemos respeto a la "sinuosa" (como dice mi novio) carretera al pueblo, especialmente al tramo Moctezuma-Huásabas, pero no menos a los últimos kilómetros de Mazocahui-Huásabas. Era necesaria otra parada: La gasolinera. Aproximadamente 200 pesos llenaron el tanque, y ahora sí, al infinito y más allá. Con un CD pirata de éxitos OLDIES adquirido en un puesto frente al Jardín Juárez como soundtrack como soundtrack atravesamos como el rayo San Pedro y en menos de una hora estábamos en los baños de Ures. Sí, en los baños. Ya se habían acabado los cafés. Teníamos hambre. Seguimos nuestro camino hasta Mazocahui, donde nos paró un retén de soldados en el crucero. Nos hicieron las preguntas de rutina. A dónde van. De dónde vienen. A qué se dedican. Abran la cajuela por favor. Oiga señor soldado ahí unos kilómetros atrás hay una especie de incendio (el fuego extinguía, aquí y allá, ramas secas y mezquites un poco más atrás). Nos dejaron ir sin más. El camino a Moctezuma continuó sin contratiempos excepto por el TOPE con mayúsculas que está al entrar al pueblo, y en el que siempre "pega" el carro. Prácticamente se arrastró sobre el tope, pero pasó. Y seguimos. Taquitos a la vista. ¿Llegamos? Sí, tengo mucha hambre. No, mejor hay que esperar para cenar con mi mamá. Bueno, vámonos derecho. Apenas habíamos salido de Moctezuma cuando el carro comenzó a fallar. Como a jalarse. Nos detuvimos al lado del camino. Ya estaba oscuro. Mi novio abrió el cofre para ver si notaba algo extraño. No, nada. Pero vamos a dejarlo descansar un rato. Si vuelve a fallar, nos regresamos a Moctezuma. Ok. Voy a llamarle a Mamá para que sepa que nos retrasamos. Eran como las 10. Y ahí estábamos. Lo que más temíamos. La carretera Huásabas-Moctezuma, de noche y nosotros con una falla en el carro. Pasaron los 15 minutos y haciendo acopio de todo el aplomo que pudimos reunir entre los dos (no mucho) nos trepamos al Neón y continuamos nuestro viaje. Las estrellas eran una constante. Las siluetas de los cerros y las colinas pasaban como sombras. Íbamos pendientes de las señales. Curva peligrosa. Curva doble. Curva triple. Curva a la izquierda. Curva a la derecha. Curva laaaaaarga. Curva difícil. Curva cerrada. Íbamos despacito. Mi novio me tranquilizaba. Mira, ya se ven las luces de tu pueblo. Tranquila. Vamos a llegar bien. Yo al borde del colapso nervioso. El carro volvió a fallar poco antes de llegar a Huásabas. Yo calculo que fue más o menos a la altura del "Tuli" (un ranchito al que solíamos ir con mi papá y en el que criaban ...chivas, creo). Estuvimos allí aproximadamente 10 minutos, mal metidos a la orilla del camino, las ramas (estafiates?) impedían abrir la puerta. Recuerdo el olor de las ramas al quebrarse cediendo el paso al visitante nocturno. Se escuchaba sólo el crujir de las ramas al viento. Quizá algún animal. Tenía miedo y no. Sabía que ya estábamos muy cerca. Las luces se ven un tramo y luego no se ven. Pero yo veía o creía ver el resplandor. El carro encendió de nuevo y emprendimos la marcha. Llegamos bien. Nos recibieron las reconocidas siluetas de la casa que habitaba la "coyo del güero" (hasta donde yo recuerdo) y sus hijos (todos blancos, rubios y de rostros graves), la gasolinera (de Micky?) y el montón de ladrillos (o bloques?) que rezan "BIENVENIDO A HUÁSABAS" o algo así. Las luces de la calle que llevan al pueblo estaban apagadas. Era un viernes casi a media noche. Imperaba el silencio y el CERRO estaba ahí. También nos dió la bienvenida el busto de Colosio, y la plaza con su kiosko que cada vez me parece más desangelado. Llegamos bien. La puerta estaba abierta, y mi mamá, semidormida, nos recibió sonriente. Dos abrazos después estábamos sentados a la mesa, devorándonos unas deliciosas calabacitas con queso. Mi hermano había salido de hermosillo a las 9:00 PM. Se vendría después del trabajo. Si todo había salido bien, no tardaba en llegar. No lo esperamos. Diez minutos después estábamos todos en brazos de Morfeo. Por fin en Huásabas. En el pueblo querido de mi padre. En la tierra que lo vió nacer y en la que ahora descansaba. Todo aquí huele a él. Vengo aquí como venía a su encuentro. A su abrazo cálido, a su ternura, a sus grandes manos morenas siempre llenas de rasguños, siempre en movimiento. A su aroma. A su protección. A sus palabras. A su sonrisa. Y aquí me lo encuentro. En el cielo y en el dulce canto de las pitahayeras y en el mezquite y en los retratos enmarcados que están por toda la casa. Siempre estamos juntos. Él siempre está aquí. Yo soy él y esta tierra somos nosotros. Mi madre duerme. Mañana será otro día.