Desafío al tiempo
enésima y última parte
Los muros son azul verde, pero el color crema se adivina debajo. La alacena de madera astillada y mustia está intacta, de rojo. Adentro están un par de espuelas y un bote de pintura.
La cocina huele a encerrado, pero el olor a jazmines alcanza a filtrarse por la ventana, manchada de polvo, viento y olvido.
Las vigas del techo del comedor, ennegrecidas, soportan el peso del tiempo. Las bisagras del zaguán bostezan con indiferencia. El olor es inconfundible: Un poco a pacas de alfalfa y zacatón, un poco a golondrinas. Un poco a nostalgia, a madera vieja y a melancolía.
Al final del corredor está la puerta verde del cuarto misterioso, siempre cerrada con candado. La barda de adobe que daba al corral ya no existe. La palma que se levantaba orgullosa al centro del patio, junto al lavadero y su pila, siempre rebosante de agua fresca y un que otro dátil maduro, ya no está.
Detrás del lavadero el aroma a limón real, ahora seco, perfuma un rincón de la mente. Más allá el delicioso perfume de azahares de seis naranjos. Azahares en el viento y en el suelo del patio, casi siempre recién regado y barrido con escoba de palma. Es el silencio. El espejismo de un garage con techo y estructuras de lámina, en el que están estacionados varios autos.
La recámara es un fantasma aletargado. Ahí están los tres grandes baúles, en la misma esquina y con la misma incógnita.
La cama triste.
Las cortinas de terlenga rojo naranja, ya casi transparentes.
El sol de media tarde a través de las ventanas.
La sombra y el aroma de los pinos que se alzaban justo en la banqueta, a unos pasos del embarcadero.
Huele a tiempo. A mucho tiempo. A mucho vacío. Y de repente como que huele a café.
Fin.
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