A mi abuela, que me enseñó tantas cosas.
Huásabas, Sonora. 26 de Septiembre de 1926. El pueblo se extiende somnoliento en el horizonte. Apenas un caserío enclavado al pie de una majestuosa cordillera de la Sierra Madre Occidental. Las sombras avanzan sobre la montaña, como preámbulo de la noche. Los animales huyen a sus madrigueras. Las vacas han dejado de mugir. Las golondrinas se arrullan silenciosas en sus nidos. El río languidece, embriagado por el perfume nocturno de los sauces y los álamos. Las calles –anchas, de tierra- están vacías. A lo lejos, en la acequia, revolotea un puñado de luciérnagas. Las fachadas de las casas de adobe son todas similares, rectangulares, sobrias, sombrías. Una puerta y dos ventanas. Las ventanas, a oscuras, excepto por algunas en que alcanza a percibirse un dejo de luz, que brota de la mecha incierta de una lámpara de petróleo.
La luna ha aparecido en el cielo y allí, con ella, la estrella más brillante de la noche. El silencio es magnífico, nada se escucha excepto el suave murmullo del viento, susurrando entre las ramas de los mezquites. Es noche de luna llena. Una luna clara y brillante en un firmamento ya cuajado de estrellas. Sus rayos se posan como fantasmas sobre los techos de carrizo, las siluetas caprichosas de los sahuaros, las enigmáticas piedras lisas y blancas de los arroyos, los viejos pinos…
Los rayos de luna lo invaden todo, se multiplican aquí y allá conjurando un rito mágico sobre la noche. En las afueras, una mujer joven está en trabajo de parto, a punto de dar a luz ayudada por una partera. La frente, perlada de sudor. El cuerpo, agotado por el esfuerzo. El rostro transfigurado de amor y dolor libera súbitamente un nuevo ser, que abandona el vientre justo el momento en que el primer rayo de luna cruza por la ventana, bañándole con su luz.
Es una hermosa niña –pálida, diminuta-, que minutos después es colocada en brazos de su madre. La noche se estremece con el llanto de la criatura, que irrumpe en las tinieblas lo mismo que el aullido melancólico de un coyote en el monte.
El llanto cesa con el conjuro de un beso maternal. Los brazos de la madre se han convertido en la cuna del universo y la niña ha sido bautizada por la luna. “Le llamaremos Ramona”, dijo en un suspiro la joven madre –Angelita Montaño-, para hundirse después, sosegadamente, en las profundidades del valle del sueño, bañada por los rayos de la luna llena.
La niña creció prendida al pecho de su madre como si no la quisiera dejar ir, como si anticipase los sufrimientos que la vida le deparaba y buscase el consuelo desde ahora, en el seno materno que tendría que añorar por tantos y tantos años de su vida sin un solo recuerdo verdadero del ser que le dio vida.
Dormían en un petate, sobre el piso de tierra que Angelita regaba y barría con diligencia todos los días. Era una mujer extraordinariamente industriosa, que jamás desperdiciaba nada. Con su marido procreó otro hijo al que llamaron Manuel, un hermoso muchacho de ojos azules y un rostro angular de rasgos fuertes y definidos.
La vida transcurría apaciblemente en el trajín de la cocina, el ir y venir por agua, los pechos generosos de la madre, el silencio de las tardes de verano y el canto de las pitayeras, que la pequeña Ramoncita de inmediato aprendió a reconocer e interpretar de acuerdo con su percepción particular: “Pinol-puro…. Pinol-puro… Pinol-puro”. Le gustaba mucho el pinole.
Faltaba solamente un mes para que Manuel, el hermano menor de Ramona, cumpliera un año de vida cuando la madre cayó gravemente enferma. Los rayos de la misma luna llena volvieron a besar su rostro el día de su muerte.
Los dos pequeños, de uno y tres años de edad, quedaron al cuidado de sus abuelos. El padre de los niños rehízo su vida, tomando una nueva esposa y procreando una numerosa familia: Ocho hermanas y dos hermanos.
La vida había dado un vuelco para los dos hermanos. Los abuelos, solícitos y bondadosos, les criaron y cuidaron como mejor pudieron, entre estrecheces económicas, pobreza como sólo se podía padecer en aquéllos tiempos en aquéllos pueblos y los achaques propios de su avanzada edad. Nada de esto les impidió criar a sus nietos como personas hechas y derechas.
El abuelo les hacía arrodillar por las mañanas –prohibía sentarse o adoptar una posición cómoda, el rosario había que rezarlo así, de rodillas-. Para Ramoncita era más sencillo. A Manuel le dolían las rodillas.
La abuela siempre se las ingeniaba para que hubiera comida en la mesa, aunque el dinero escaseara. Cocinaba quelites, mostazas, chuales, verdolagas. Hacía péchitas con chile colorado y atole de péchita –el noble fruto del mezquite similar a un ejote que durante la primavera rebosa en el monte, evocando una ofrenda de los dioses del desierto, la savia que brota de la tierra como un milagro, modesta y dulce, con apenas unas pocas y escasas lluvias bajo un sol abrasador.
Eran tiempos de austeridad, y así como el mezquite se las ingeniaba en su absoluta sencillez y comunión con los elementos –el sol, el agua, la tierra-, para producir este exquisito fruto prácticamente de la nada, así la abuela preparaba estos platos que consiguieron que los niños crecieran sanos, fuertes y robustos, con un alma tan recia como la de los troncos de los mezquites de que se alimentaron, tan pura como el agua que extraían de los mantos subterráneos, tan silvestre y noble como el canto perenne de las pitayeras.
Así transcurrieron las estaciones y los días. Millones de peces surcaron el río. Cientos de venados corrieron por las praderas y los escarpados montes cercanos, miles de golondrinas surcaron el cielo para perderse en el horizonte hacia quien sabe qué tierras lejanas, hasta que un día los abuelos se fueron de este mundo.
Los dos hermanos se habían quedado solos otra vez. Pero como decía la gente del pueblo, no le falta Dios a sus criaturas. Ramoncita quedó con una mujer a la que llamaban “Nana Chú” –María Jesús- quien con su máquina de coser y natural habilidad para el trabajo asumió la responsabilidad de su cuidado de Ramoncita.
Ramona estudió hasta el cuarto grado en la Escuela Primaria, que por ese entonces solamente ofrecía clases hasta sexto. Había que ganarse la vida. Se convirtió en una joven valiente y responsable, diligente y trabajadora. No tardó en unirse al contingente que hacía largos viajes a pie al pozo natural de aguas termales conocido como “Agua Caliente”, a donde con cestos de ropa y más ropa en la cabeza llegaría para lavar arrodillada en una piedra lisa y redonda que hacía las veces de lavadero. Armadas de lejía, docenas de muchachas cuya compañía aligeraba el pesado quehacer hacían por esos años estos viajes a pie. La ropa terminaba secándose al sol en los arbustos mientras las jóvenes se protegían de los rayos sentándose junto a los grandes peñascos y rocas que proveían sombra fresca y protectora. Allí hablaban y se hacían confidencias. “Ramona, tú no vas a hacer huesos viejos. Eres muy desarreglada”, le decía una de sus amigas al verla deambular con los pies descalzos mientras ponía la ropa al sol.
Ramoncita era más bien una joven callada. La vida nunca le había dado demasiado como para poner demasiadas palabras en su boca. Tranquila y esbelta, su mirada reflexiva aparecía siempre ensombrecida por un dejo de tristeza, de nostalgia, de trozos de ayeres, caricias, abrazos y ternuras olvidadas por la frágil memoria. “Cuánta falta me hace mi madre”, pensaba. Y se adivinaba en su andar por la vida, firme y segura, pero con una gran necesidad de amor, un anhelo inconmensurable de ternura. Resultaba imposible no quererla. Y era querida.
La muchacha no conocía el cansancio. No paraba ni un minuto. Almidonaba cuellos de camisa, arrullaba niños pequeños, cambiaba pañales, lavaba ajeno, hacía mandados, compraba tabaco para su nana, tostaba y molía café, encalaba su casa…
Sosegada, dueña de unos grandes y serenos ojos que parecían contemplar más allá de lo evidente, y una deslumbrante cabellera negra, iba a la iglesia del pueblo, a la tienda o a la noria. Tenía pocas, pero buenas, amigas. Era de pocas palabras y había aprendido a reservar su confianza para quienes se mostraban dignos de ella. La ternura que emanaba de su corazón había sido salpicada por la tinta de una vida llena de dureza y privaciones. La bondad de su alma florecía en terrenos álgidos, como las pequeñas florecillas silvestres que brotan entre las rocas, contra todo pronóstico, alimentándose del sol, de la luna, de las estrellas, de las gotas de rocío…
Así vivía, así trabajaba, así servía con un corazón agradecido hacia toda aquella alma con suficiente buena voluntad como para extenderle una mano amiga, ya fuere con una palabra de aliento o encomio, o un par de medias para el invierno. El corte más sencillo en las manos de su nana Chú se convertía en un magnífico atuendo que ceñía su talle como el más primoroso de los lirios. Unos simples brochitos eran la herramienta que le permitía rizar su cabellera. Era una joven casadera. Y un día se enamoró.
CONTINUARA…
2 comentarios:
Congratulations Talya
Tienes dotes de una gran escritora... y tu historia "Rayito de Luna" tiene mas sentido para mi de lo que te puedes imaginar....es mas... estoy un poco familiarizado con ella.... soy un pariente lejano tuyo.... no me conoces pero espero que pronto podamos hacer contacto. hasta quiza podria ayudarte en poco en la continuacion de "Rayito de Luna"
Gracias por tus comentarios. ¿Podemos ponernos en contacto por e-mail? Necesito toda la ayuda que pueda obtener :)
Escríbeme a leia.y2k@gmail.com
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